Hoy escribo nuevamente sobre los gauchos judíos, pero esta vez hablo de esos míticos colonos judíos en los campos argentinos y lo hago desde la experiencia real y concreta de una pareja, de un Adán y de una Eva originales y peculiares que buscaron en esas verdes llanuras, el sueño de un nuevo hogar, del lugar donde era posible comenzar una vida nueva, de una visión realizadora de su nueva tierra prometida.
Transcurría la década del 1910 en esas tierras vírgenes y bravías de la verde Entre Ríos, en esa joven Republica Argentina. Nacía la colonia judía de Walter Moss, a quince kilómetros al noroeste del pueblo de General Campos. Creada por la Jewish Colonization Asociation en la misma época que se fundó la colonia Curbelo. Ambas abarcaban 12.826 ha, trabajadas por inmigrantes judíos provenientes del Imperio Ruso. Para fines de la década de 1930 la población era de 86 colonos dedicados a la agricultura y con lotes cada uno, de entre 150 y 240 hectáreas.
Una pareja de recién casados formaban su nuevo hogar: José de 20 años, nacido en la ciudad de Minsk hoy Bielorrusia y llegado al país a los diez años y Sara de 18 años nacida en la colonia judía de Las Moscas en la misma Entre Ríos.
Comenzaron a construir su vivienda con los materiales entregados por la J.C.A. Recibieron de la empresa chapas de zinc , tirantes de madera ,clavos y tablones. Además se debía construir un pozo para el agua, el galpón y los corrales para los animales. Era una tarea dura para esa frágil y joven muchacha de ojos verdes que entregaba todo de si, con fuerza y entusiasmo a la par de esposo. Una vivienda modesta pero cómoda, siempre construida de material, nunca quisieron vivir en ranchos que eran tan abundantes en los campos Entrerrianos. Pedazos de madera sirvieron como sillas, como mesas, como armarios y roperos. El nuevo hogar se hizo colocando ladrillos asentados en barro, en esfuerzo y en esperanzas.
Ellos eran el fruto joven de esta inmigración, se habían formado en esta nueva tierra, su castellano era perfecto aunque el idish materno y milenario era su lengua intima y familiar. Ya no pertenecían a esa vieja Europa, donde la situación en la que vivían los judíos en la Rusia de los zares había llegado al limite de lo insoportable, hacinados en aldeas donde la miseria y el desamparo imperaban entre las viejas casuchas y las estrechas callejuelas del ghetto, soñando con poder trabajar su propia tierra, sueños imposibles, ya que las leyes imperiales prohibían a los Judíos la compra de tierras y agregándose a estas penurias los brutales y horrorosos exterminios en masa llamados "progrom".
Querían conquistar esa negra y fértil tierra, crear un hogar para los hijos que vendrían y que se irían incorporando poco a poco a esa nueva identidad donde se fundían su ancestral tradición judía con el mate, el asado, las alpargatas, la bandera azul y blanca, los nueve de julio y la actividad productiva de la granja, la industria quesera y lechera, la cría de ganado y los cultivos agrícolas. Recuperar para ellos y su descendencia la libertad, la dignidad y la autorrealización que durante tantos siglos de destierro y sufrimientos no gozaban.
La vida deparaba hermosos momentos de felicidad pero también tuvieron que luchar contra escollos muy difíciles de sortear, que requerían una temple de esa madera dura de ñandubay, solo apta para gente valiente e idealista . Estos incansables colonos cada tanto se dirigían al pueblo llevando el fruto de sus esfuerzos, huevos, gallinas, frutas, hortalizas y la cosecha para la venta, lo hacían con optimismo y esperanzados en obtener una gratificación monetaria adecuada a tantos sacrificios pero la realidad muchas veces les deparaba la desilusión de caer en el engranaje de los inescrupulosos mercaderes de aquellas épocas.
Otros de los grandes obstáculos que se interponían con su anhelos de progreso eran el factor climático con sus devastadoras sequías que duraban a veces largos meses y dejaban a los animales sin su natural alimento o a los cultivos sin el agua necesaria para prosperar, las épocas de grandes lluvias que convertían los llanos y bajos campos entrerrianos en grandes lagos temporarios, el granizo que destruía despiadadamente con su frío y duro poder los huertos y las cosechas.
El devastador castigo que venia del cielo y que azotaba a los campos destruyéndolos en pocas horas cuando el cielo de la colonia se oscurecía, como una gran tormenta de nubes negras, era la tan temida plaga de langostas que devoraba inexorablemente todo aquello que fuese vegetal, convirtiendo violentamente lo verde en gris, desapareciendo como por arte de magia los cultivos y las pasturas, convirtiendo en pocos minutos en desierto al edén.
Épocas en que la atención de la Salud era una verdadera epopeya, los médicos y los hospitales eran pocos y estaban muy lejanos, a veces a cientos de kilómetros, los caminos de tierra negra se convertían en los lluviosos inviernos en verdaderos lodazales intransitables o en los ardientes veranos en largos y polvorientos trayectos a recorrer con carros o sulkys tirados por caballos. Largas travesías acompañadas de la angustia y el dolor de aquellos que perdían ese don tan preciado, la Salud. Así Sara se convierte por tradición familiar y por la vocación de ayudar al prójimo en la partera improvisada y salvadora de muchas mujeres de colonos y de criollos que parían sus hijos al amparo de Dios y de la partera, en su casa, sin médicos ni medicamentos, solo con agua hervida y sabanas escrupulosamente blancas y limpias.
La jornada de trabajo comenzaba muy temprano, se levantaban inexorablemente a las cuatro de la mañana, en las blancas y heladas madrugadas invernales o en los calidos y perfumados amaneceres estivales.
José a preparar los caballos y los enceres que tiraban el arado para preparar la tierra fértil y virginal que daría como fruto esa dulce y dorada cosecha regada con largas horas de esfuerzo, sudor y perseverancia. También a instalar o a reparar los molinos de viento que extraían el agua pura y fresca de los grandes ríos que corren en las entrañas de la tierra, era el único especialista en molinos en esos pasajes rurales.
Sara a amasar y a hornear en la negra cocina a leña, el blanco y tierno pan que los alimentaría física y espiritualmente a ellos y a sus futuros descendientes y a ordeñar sus vacas que esperaban ansiosas, separadas de sus terneros, para darle esa blanca y tibia leche que debía estar lista dentro de su reluciente recipiente metálico y que era retirado inexorablemente a las ocho de la mañana por los empleados de la cremería cercana para ser convertido en queso y crema destinada a las gentes de las incipientes ciudades argentinas.
Pasaron los años, la familia creció natural y espontáneamente como el trigo del campo, vinieron los hijos y con ellos grandes vientos de cambios que los llevaron a otros paisajes, a otros oficios, a otras realidades pero hubo algo que nunca se modifico a través de los tiempos y que fue el gran legado de José y Sara a sus descendientes.
Yo soy nieto de José y Sara Maisuls y heredero natural de ese legado:
El Sueño de la Tierra Prometida